El gen recesivo

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Sé que lo que estoy a punto de hacer esta noche es arriesgado. Jugarme un puesto de trabajo estable ya es de por sí algo a tener en cuenta, pero siempre existe la posibilidad de acabar detenido o incluso ingresado en alguna institución mental. Pero ha llegado un punto en que tengo que hacerlo: son ellos o yo.

Y todo por culpa de la genética.

Era una leyenda familiar de la que nadie hablaba. Nunca. A no ser que fuera imprescindible, claro. Y cuando el tema tenía que tratarse se hacía desde el miedo y el desconocimiento. Lo que se sabía seguro es que sólo afectaba a los varones y que lo transmitían las mujeres de la familia. Por eso, en épocas más oscuras de la familia, muchas mujeres habían sido condenadas a una vida de celibato, recluidas en conventos. De hecho, se consideraba una bendición tener sólo hijos varones.

Pero no había sido su caso, como era evidente. Su madre era alta, morena y esbelta, como la mayor parte de las mujeres de la familia. No así sus hermanos, que eran bastante anodinos. El problema es que su padre no lo era. Era un hombre muy robusto, de casi dos metros, barba cerrada y pelo hirsuto. El tipo de hombre que las madres de la familia le decían a sus hijas que evitaran. Siempre.

El barrio está muy tranquilo. Normal en un martes a las tres de la mañana. Y más en una zona como esta, de las que crecieron con la huida desde Barcelona a las ciudades del segundo cinturón de finales de los 80 y principios de los 90. Realmente era un buen sitio donde vivir, lleno de casitas unifamiliares, con un colegio y un instituto cerca, pocas tiendas y nada de tráfico industrial. Por eso también era el hábitat ideal de mis adversarios.

Su madre no pudo evitar enamorarse y él era el fruto de ese amor. El único. Porque su abuela estaba bastante segura de lo que iba a pasar y detectó las pistas rápidamente. Y eso que él era un bebé perfectamente normal. Incluso demasiado normal. Pero la abuela fue tajante. No podían tener más niños, si no todos los varones tendrían el estigma.

Otra vez la maldita genética.

El trabajo es lo que me trae cada día al barrio. Me toca pasear por todas las calles y relacionarme con muchos de los vecinos. Con el tiempo les conoces, sus aficiones, sus historias, las relaciones de unos con otros. Eres alguien familiar, te saludan al pasar, te comentan las noticias y los cotilleos. Si no fuera por mi afección y por la proliferación de mis enemigos sería casi el trabajo ideal. Pero están siempre vigilantes, esperando cualquier oportunidad para recordarme que están ahí, que en un momento pueden atacarme. Los odio.

Tardó en empezar a demostrar que la abuela estaba en lo cierto.

No había ninguna prueba evidente. Era un niño alto, más parecido a su madre que a su padre, aunque con el pelo paterno, sin duda. Propenso a los ataques de ira, pero no más que cualquier hijo único, acostumbrado a que le dieran caprichos.

El problema se manifestó con la pubertad, con los cambios hormonales. El primer día se asustó muchísimo. No sabía qué le estaba pasando, no estaba preparado para algo así. Cuando pasó la crisis, su madre le llevó a ver a su abuela. Ella era la única que conservaba las tradiciones familiares y la que le puso en antecedentes de todo. Al menos de la parte que ella conocía.

Aquel día empezó a investigar por su cuenta. Siempre había sido un estudiante aplicado, pero desde entonces pasó más tiempo en las bibliotecas. Estudiando libros de genética, por supuesto.

Es una noche sin luna, primaveral. Todo está teñido de un amarillo apagado, por la luz que dan las lámparas de vapor de sodio. Las gotas de rocío están empezando a formarse en las paredes. Me planto en medio de la plaza interior del complejo. Se empieza a oír un murmullo sordo. Saben que estoy aquí.

En sus estudios pronto descubrió que el culpable del estigma familiar era un gen recesivo, que sólo se manifestaba en algunos casos en los que los dos progenitores eran portadores del gen. Las mujeres siempre lo transmitían, porque estaba asociado al alelo X. Si, además, el hombre era portador del gen, los descendientes masculinos tenían dos genes recesivos. En la mayoría de casos se manifestaba en síntomas de hirsutismo con fibromatosis (mandíbulas desproporcionadamente alargadas), hipertricosis (exceso de vello lanugo) o porfiria cutánea (aparición de vello para proteger la piel de los rayos del sol).

Pero al parecer, en algunos casos no muy estudiados podría haber otra sintomatología. La suya. Los versipellis.

La tensión está aumentando. Comienzan a ladrar algunos perros y el sonido va avanzando hacia mí conforme más de ellos se suman a la orquesta. Ha llegado el momento. En breve llegarán los que siempre están sueltos. No tendré otra oportunidad.

Pronto aprendió a controlar el estigma. No era como en las leyendas, tenía que hacerse de forma consciente. Y claro, lo mejor no sólo era no hacerlo, si no evitar que nadie lo sospechara. Y luego estaba el tema de propagarlo. Debía evitar enamorarse de mujeres que se parecieran a su madre. Nada de complejo de Edipo, simplemente es que era fácil que fueran portadoras. Mujeres bajitas, rubias, de ojos claros. Esas debían ser las mujeres recomendadas. Como si el corazón entendiera de recomendaciones.

El barrio es un hervidero de ladridos y aullidos. Pronto se despertarán los vecinos para saber qué ocurre. Creerán que son ladrones o algo así.

Aquí están. Son más grandes de lo que recordaba y están sucios. Se mantienen a una distancia prudencial y se mueven en círculo, lentamente, mientras me miran con ojos inyectados en sangre y el pelo del lomo erizado. Sus aullidos hacen que me decida definitivamente.

Por suerte, el trabajo le gustaba. Le permitía conocer gente y estar al aire libre la mayor parte del tiempo. Ser cartero era una profesión estable y sin complicaciones. No destacabas demasiado. Mientras estuvo en el centro no tenía problemas de ningún tipo. Hasta que le cambiaron de zona. Al parecer su olor corporal, imperceptible para las personas, hacía que los que eran cazadores entre sus enemigos, con mejor olfato, lo detectaran y se irritaran con él. Y como la zona era limítrofe con el bosque estaban los que se habían escapado o perdidos, que le acababan persiguiendo a menudo. Hasta que no pudo más y decidió no esconderse más.

Respiro profundamente y me concentro en mi interior. Noto las sensaciones conocidas, las que sólo puedo experimentar cuando estoy en soledad, protegido de la incomprensión de los hombres normales. Caigo de rodillas, apoyado sobre las manos, que sé que es la postura más cómoda. No tarda. Son sólo unos segundos. El dolor es pasajero y soportable, lo más incómodo es la parte de la mandíbula.

Aumenta el ruido, los perros están en el límite del paroxismo, e incluso los silvestres que tengo alrededor empiezan a acercarse. Entonces es cuando de mi garganta sale un rugido, profundo e intenso, que hace que los más cercanos se queden parados, seguido de un aullido prolongado que consigue que, de golpe, todos los perros del barrio se callen. Ahora, al fin, me respetarán.


La imagen es del usuario Coryell en DeviantArt

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