Es noche cerrada y Sarah comienza a ladrar de manera desenfrenada. La pobre está ciega y, en ocasiones, oye ruidos que la despiertan y activan su gen guardián. Con oír mi voz suele tener bastante para callar, pero otras veces sigue advirtiendo del ladrón imaginario que sólo ella detecta hasta que me levanto a tocarla y calmarla.
Se calla sola pero sigue gruñendo, así que me toca apartar las sábanas y acercarme a ella, a oscuras. Esta noche mi mujer está de guardia extraordinaria en el hospital y no la va a molestar. Ya tengo bastante con las broncas habituales como para sufrir otra más por la perra, mi perra. Aguanto porque ella no quiere el divorcio, aunque es evidente que nuestro amor se acabó hace tiempo. Quizás es apatía o que nos hemos acostumbrado a no estar bien juntos. Habla más tiempo desde el despacho con sus amigas o su nuevo residente que conmigo. Ojalá tuviera el valor de terminar con esto.
Oigo un leve murmullo en el pasillo y al momento pienso que ha entrado alguien. Bien por Sarah. Cuando descubro que el revólver que guardo en el cajón de abajo de la cómoda no está en su sitio, empiezan a cuadrarme cosas.
La puerta se abre, pero yo ya estoy preparado. Azuzo a la perra contra el joven residente de mi esposa, mientras le golpeo en la mano del revólver con el galán de noche, ese mueble al que mi mujer nunca le ha visto la utilidad. Recojo el arma con presteza y llamo a Sarah para que salga de encima del pobre desgraciado.
-Puedes entrar, cariño- digo a mi esposa, que mira desde el otro lado de la puerta el cañón del revólver que la apunta.- Creo que podemos hablar ahora de nuestro divorcio tranquilamente. Tú te quedas con tu amante y tu reputación. Yo con todo lo demás. La casa, el BMW, el dinero. Y por supuesto con Sarah, que es mucho más fiel que tú.