Cambio de gobierno

En la plaza situada debajo de su oficina se congrega una multitud, expectante, silenciosa. Todas las cabezas miran hacia el enorme reloj digital que sigue acumulando segundos en su imparable cuenta. Él no puede verlo directamente, pero la imagen en vivo se retransmite a todo el país. Faltan sólo diez segundos para el cambio de gobierno.

Mira la pantalla fijamente. La pregunta que espera su intervención es clara y sencilla: “¿Quiere aplicar los cambios?”

Hubo una época en que las elecciones eran una cosa muy seria y formal. La fiesta de la democracia. Hace mucho de unos comicios como los que explican los libros de historia. La mayoría de los ocupantes de la plaza no tendrán más que vagas nociones de ello. Probablemente ninguna generación haya tenido tan al alcance de la mano una cantidad de información y conocimiento similar, pero son analfabetos funcionales. Tampoco es su culpa; ya no deben buscar trabajo ni tener preocupaciones, el sistema se ocupa de todo. Reciben una renta básica que les permite vivir dignamente y entretenimiento todo el año. A cambio “sólo” deben renunciar a sus aspiraciones y votar como borregos cada seis años. Panem et circenses.

Todo empezó en el 2016, cuando los ciudadanos se cansaron de políticos corruptos y sus tejemanejes en un proceso de investidura. La Gran Purga. Empezó como una manifestación pacífica. La policía se excedió en su represión. Se caldearon los ánimos, alguien disparó un arma… Y acabó con el linchamiento y el asesinato de casi toda la clase política. Estado de excepción. El ejército en las calles. Vacío de poder. Los países socios vecinos decidieron poner un gobierno tecnócrata, pero como no encontraron candidatos, al final pusieron un sistema automático de gestión informatizada. El programa funcionó tan bien que, simplemente, lo adaptaron para que interactuara con el resto de estamentos de la sociedad. Y en un alarde de previsión y originalidad decidieron darle dos “personalidades”: una más conservadora, centrada en la mejora económica y productiva; y otra más social, especializada en avances en la calidad de vida.

Chequea de nuevo los sistemas. Todos los indicadores siguen en verde, por lo que ninguno de los Técnicos de Gobierno estará atento al proceso. En teoría son los únicos que conocen los entresijos del programa de gobierno, de los algoritmos que llevan décadas rigiendo los designios del país. Realmente sólo se ocupan del mantenimiento hardware. Él sabe que el programa es en realidad una caja negra, autosuficiente. Genera unas encuestas periódicamente y se alimenta de esos datos para definir sus políticas, de acuerdo con la personalidad activa durante ese periodo. La única interacción directa posible con él es la que se produce cada seis años, cuando pide confirmación para cambiar o no de política, de acuerdo al resultado de las votaciones online.

Sigue pensando qué hacer. El resultado de las elecciones es claro. La gente quiere que mejore la economía, para poder acceder a un mayor nivel adquisitivo general. Que no existan partidos políticos y la mayoría de la gente sea indolente no exime a algunos de seguir intentando manipular a los demás. Así que siempre habrá creadores de opinión, en un sentido u otro. Ahora predomina esa idea, en línea con los países vecinos, que acabaron implementando sistemas de gestión similares. Para no sentirse totalmente controlados por las máquinas, se habían creado unos cuerpos especiales de funcionarios, los Técnicos de Gobierno, dedicados a gestionar el correcto devenir del programa. Él es el Director General, encargado de interactuar con la máquina y de revisar los indicadores de funcionamiento, tanto los técnicos como los macroeconómicos y sociales. Él da la orden de cambiar la personalidad del Gobierno.

O de no hacerlo.

Recordó su primera interacción, hacía doce años, como si fuera ahora mismo. Se equivocó al aplicar los cambios y mantuvo la personalidad social en lugar de la conservadora. Un sudor frío le recorrió la espalda y mantuvo los ojos cerrados durante varios segundos. Miró las pantallas de televisión y vio que debajo del gran reloj aparecía la frase “Se ha cambiado el gobierno”. No se lo podía creer. Algún programador, hacía mucho tiempo, había olvidado poner una comprobación y el mensaje era el mismo, se escogiera cualquiera de las opciones. Se pasó los siguientes meses sufriendo de insomnio y estrés, pensando que en cualquier momento alguien descubriría su error. Pero no pasó nada. La confianza en el sistema era tan grande que casi nadie se miraba los indicadores y las encuestas online periódicas hacían que el programa fuera siguiendo, de alguna manera, las preferencias de la gente. Tampoco había manera de comprobar qué personalidad estaba vigente en ese momento.

Quizás sólo había una personalidad. O el programa la ignoraba. Quién sabe cuantos de sus antecesores habrían cometido su mismo error. O lo habían hecho a propósito. Nunca lo sabría, puesto que su cargo es vitalicio, sin elecciones y no puede renunciar a él.

Se acerca el momento. Los segundos siguen pasando y siente que la pregunta le mira desde el monitor. El programa está esperando su respuesta, como si le estuviera desafiando. La cuestión para él tiene otro sentido: ¿Tienes libre albedrío o eres un engranaje del sistema?

Pulsa la tecla y siente el clamor que sube de la plaza. La gente está eufórica, como si hubieran hecho algo.

El mensaje en su monitor parpadea unos segundos: “Los cambios no se han aplicado.”

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