Salamandra

-Héctor Salamandra, recuperador de calor.

Esa era su carta de presentación y el leit motiv de su negocio. Y de su vida.

Él, y varias generaciones familiares anteriores a él, se dedicaba a recuperar el calor que los espíritus de los fallecidos le robaban a los vivos. No era un oficio muy bien valorado, porque a casi nadie le gusta tener que enfrentarse con casas encantadas o las almas en pena. Pero al menos estaba reconocido en el Gremio Ocultista de la ciudad de Buenos Aires.

Un frío viento de finales de invierno presagiaba que la tormenta de Santa Rosa no tardaría en azotar la provincia, así que se colocó bien el bombín mientras esperaba que el mayordomo avisase al dueño de la mansión, conocida como la Quinta de los Ingleses por el pabellón británico que flameaba orgulloso en el piso superior. El señor Ridgins, con el semblante crispado de padre preocupado, le esperaba en la biblioteca. Su única hija, Mercedes, estaba apagada y triste desde hacía meses y los médicos se habían mostrado incapaces de encontrar una cura. Según los chismorreos locales, por los pecados del padre. Al final, el párroco había recomendado otro acercamiento al problema, pero el fracaso del resto de expertos en lo paranormal era lo que había llevado a Héctor hasta la finca.

Para los Salamandra su don era Ciencia, con mayúsculas. Héctor era el máximo exponente de ese concepto y su formación académica podía rivalizar con cualquiera de los eruditos de la época, aplicando las más novedosas técnicas del método científico. Previamente se había documentado acerca de la finca y de la familia: el primitivo asentamiento de los españoles en la zona, los cambios de propietario, los duelos de madrugada, los orígenes irlandeses del patriarca, la sonada boda con una aristócrata porteña, los rumores de infidelidad. Después de unas preguntas concretas, solicitó entrevistar al personal, dejando para el final la revisión a la afectada.

Mercedes era aún más hermosa de lo que le habían hecho suponer las fotografías y comentarios. Incluso con el color mortecino de su piel y su expresión apagada. Era un alma sensible y romántica, atormentada por las habladurías sobre su familia y sus  decepciones amorosas con los patanes pretendientes del agrado de su padre. Gustaba de cabalgar a solas por algunos de los más tristes parajes que la extensa finca albergaba. No tuvo que tocarla para comprobar que su temperatura era muy baja; el proceso estaba muy avanzado. Tras esclarecer rápidamente su rutina habitual, junto con la información de los criados, prohibió los paseos fuera de la mansión. Y salió de exploración antes de que se pusiera el sol.

Una fundada hipótesis estaba tomando forma en su  mente. El recorrido a caballo por las agrestes tierras del sur de la finca no hizo más que reafirmar su diagnóstico. Había un espíritu consumiendo el calor de Mercedes para intentar encontrar el camino de vuelta al mundo de los vivos. Y aunque ese camino no era transitable en el sentido que el alma perdida quería hacerlo, en el proceso acabaría matando a la preciosa e inocente joven. La obligación de un Salamandra era impedirlo, a cualquier precio.

Volvió a la mansión y explicó sus hallazgos al dueño de la misma. Emplazó a la familia para el día siguiente y marchó hacía la ciudad. Por la mañana fue al registro, realizó una consulta a un historiador local y preparó su plan de acción. A media tarde estaba de nuevo en la finca, portando una maleta con las herramientas de su oficio.

La tormenta de Santa Rosa agitaba los ropajes de todos los presentes cuando llegaron a la escondida planicie, donde hacía años se resolvían las deudas de honor batiéndose en duelo. Héctor se situó al lado de Mercedes, con un aparatoso casco con anteojos y empuñando una pistola festonada de cables que desprendía un extraño color azulado. Sabía que su ridícula apariencia no era nada comparado con el espectáculo que iba a proporcionar, pero lo importante era el resultado. Los anteojos de cristal polarizado le permitieron ver al espíritu al cabo de unos instantes, acercándose a Mercedes como una polilla a la luz.

-General Juan McKinley, su tiempo en este mundo ha finalizado. Eulogio Carrero ha pagado por sus crímenes y su deseo de liberación para Chile ha concluido con la independencia del país. Su deuda de honor ha sido pagada- gritó para que se le oyera sobre el rugido del viento.

Esperó unos segundos y disparó una bola de luz azul hacía el espíritu del libertador asesinado. Sólo él vio cómo, al desintegrarse el fantasma en jirones, hebras de hilo rojo transportaban perezosamente el calor acumulado hacía Mercedes.

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