La chica que coleccionaba monedas antiguas

La chica que coleccionaba monedas antiguas circulaba por el carril equivocado. Así podría empezar Judith a contar la historia a nuestras amistades si salimos de esta.

Esquivo el tranvía nocturno que viene de frente y continúo este alocado devenir por las húmedas y ahora poco transitadas calles del barrio de Sultanahmet. Los dos todoterrenos negros que nos persiguen no son rivales, en las sinuosas calles, para nuestro pequeño Renault de alquiler. Al menos han parado de disparar.

Miro de reojo a Judith, en el asiento del copiloto. Los labios se le están poniendo azules. El shock por el veneno de serpiente está afectándole ya a los pulmones. Le aprieto la mano brevemente y hago aullar el motor del pequeño utilitario mientras me zambullo entre las callejas de Estambul. Tengo que llegar a tiempo.

No debí haberle permitido acompañarme, pero nunca he sabido negarle nada desde que estamos juntas. Ella no era más que una joven profesora de Historia de instituto, tan tierna, hermosa e inocente que acabé perdidamente enamorada de ella en cuanto nos conocimos. Además, fue ella la que, emocionada, me dio la noticia del descubrimiento de la cabeza de Medusa en las ruinas de Antiochia ad Cragum, en el sur de Turquía.

Yo no había cursado ninguna formación oficial. Mis padres murieron en un extraño accidente y fui educada por mi abuelo, un coleccionista de antigüedades que no confiaba demasiado en las instituciones. De muy joven me vi irremediablemente atraída por las mismas aficiones que el anciano, especialmente por la selección de objetos y monedas de Medusa. La más famosa de las gorgonas griegas era una imagen recurrente desde la antigüedad, representada durante siglos en multitud de objetos. A diferencia del anciano griego, yo no estaba interesada en atesorar esas piezas, si no en obtenerlas y conocer su historia. Así que me había ido convirtiendo en una “buscadora de tesoros”, centrada especialmente en la zona de influencia helena, sobre todo en Turquía y Asia Menor. A mis treinta y pico años había conseguido un cierto prestigio en algunos ambientes turbios, lo que me permitía enfrentarme a retos cada vez más interesantes.

En algunos de estos retos comencé a sospechar de la existencia de un culto a la Gorgona, asociado a ciertos rituales místicos arcaicos. Conocí a Judith consultando sobre las cabezas de Medusa de la Cisterna de Yerebatan, en Estambul. Ella también estaba fascinada con el primigenio mito griego. Éramos tan diferente, tan  dedicadas a nuestra “obsesión” y nos sentíamos tan solas, cada una a nuestra manera, que la atracción mutua fue casi instantánea. Antes de tres meses nos fuimos a vivir juntas a la costa griega y de eso hacía más de dos años.

Veo por el retrovisor que las luces de los todoterrenos cada vez tardan más en doblar las esquinas. Nos están perdiendo entre los estrechos callejones de curvas cerradas que tan bien conozco. Me ha sorprendido tanta protección en la Cisterna. Tienen hasta equipos de asalto preparados para intervenir. Esta secta es más peligrosa de lo que había pensado.

Todo empezó con el descubrimiento de una cabeza de mármol de Medusa, extraordinariamente bien conservada, en una antigua ciudad romana, en Anatolia. Lo normal es que la hubieran destruido por ser un símbolo pagano, ya que la ciudad había sido obispado cristiano en época bizantina, había pasado por manos musulmanas, conquistada por los Caballeros Hospitalarios y finalmente anexionada al imperio otomano. Los investigadores norteamericanos que llevaban más de diez años excavando las ruinas estaban maravillados. Y poco después indignados cuando el transporte fue asaltado por desconocidos y la cabeza desapareció.

Cuando Judith me explicó la noticia, empecé a ir tirando de mis contactos turcos, hasta encontrar una pista en dirección a Estambul. Judith insistió en acompañarme y al día siguiente estábamos rumbo al Bósforo. Yo había estado muchas veces en Estambul y ya me saturaba la ciudad, tan llena de gente y turistas. Pero para ella era la primera vez y estaba extasiada por el aluvión de sensaciones: las llamadas a la oración de las mil mezquitas, la amabilidad de la gente, los olores intensos de las especias, los sabores dulces y picantes… Tampoco podía quejarme, porque esto hacía que su ingenua sensualidad habitual se convirtiera en una pura lujuria en cuanto nos quedábamos a solas en el hotel.

Finalmente, tras varias visitas y llamadas a casi todos mis colegas y conocidos conseguí confirmar mis sospechas. Había una secta ocultista precristiana que se reunía en la Cisterna, por las noches, cuando los turistas ya no eran una molestia. ¿Quién iba a sospechar que un lugar tan visitado como las cabezas de Medusa, fuera utilizado para realizar ritos religiosos paganos? Esta semana tenían una ceremonia especial, aparentemente con la cabeza robada. Había planificado la recuperación de la reliquia para esta noche, antes del evento, pero no he podido evitar que Judith me acompañara, aunque fuera para vigilar desde el coche. Que es donde debía haberse quedado en todo momento.

Evito la tentación de circular por la Avenida Kennedy y sigo callejeando hasta acercarme a la abandonada estación de Yenikapi. Hace casi cinco minutos que no veo luces a nuestra espalda y Judith respira cada vez con más esfuerzo. No podemos permitirnos perder más tiempo. Aparco el coche encima de la acera y aporreo la puerta del doctor Gezgin, al que he avisado nada más salir de la cisterna. El familiar rostro del hombre parece preocupado mientras me ayuda a meter a Judith en la pequeña, pero funcional, consulta médica donde me ha cosido más de una herida.

-Dijiste que la mordedura era de víbora, ¿verdad?- dice mientras inspecciona el antebrazo de la chica y comprueba sus constantes.

-Sí- asiento lacónica, mirando preocupada la cada vez más cenicienta cara de Judith.

El doctor procede a inyectarle una dosis del antídoto que ya tenía preparada. Limpia y cauteriza la mordedura con su habitual precisión quirúrgica.

-Ahora sólo queda esperar. Una taza de té puede que te calme los nervios.

El encorvado médico sale de la consulta y yo me quedo sujetando la mano de Judith sumida en mis pensamientos.

La operación ha ido mal casi desde el principio. Tenía que haberme dado cuenta antes. Llegamos sin problema. La Cisterna iba a estar toda la semana cerrada “por reformas”. Judith se quedó en el coche con instrucciones claras de no salir y sólo avisarme por el walkie si veía algo raro. Sólo había un par de guardias de seguridad y burlé su vigilancia sin demasiado problema. Dentro, las cosas se complicaron. Oí un murmullo desde el principio, que fue creciendo al acercarme a la única zona iluminada, la de las columnas con las cabezas de las gorgonas. Varios creyentes y lo que parecía un sacerdote, que sostenía la reliquia en las manos, estaban haciendo un ritual previo. Fue entonces cuando un guardia de seguridad, al que no había visto, me atacó por la espalda. Me pude ocupar de él pero en el forcejeo se me cayó el walkie al agua. A continuación los guardias de arriba aparecieron armados y por detrás de ellos Judith, que había venido a avisarme. La cautela fue sustituida rápidamente por la violencia; pude ocuparme de los guardias y proteger a Judith, mientras los creyentes huían despavoridos. El sacerdote abandonó la cabeza de Medusa y se dio a la fuga mientras usaba el móvil. Fuimos a recuperar la reliquia, pero el atril en el que estaba tenía una protección inesperada. Luego todo fue confusión, llevando a rastras a la pobre y envenenada Judith mientras entablaba un tiroteo con el equipo de asalto que había acudido, la persecución en coche y la llegada a casa del doctor.

Noto una ligera presión en la mano que me corta el aliento. Miro asustada a Judith. El color está volviendo a su precioso rostro y me está mirando con los ojos entreabiertos.

-En el próximo viaje me voy a quedar en casa, Adriana- bromea con un hilo de voz.

La abrazo con cuidado, mientras siento que la opresión que me estaba atenazando la garganta empieza a disolverse en lágrimas de alivio. Judith me conoce tan bien que sabe que voy a volver por esa reliquia.

Ahora sí que es un tema personal.


La noche es cálida y la luna proyecta suficiente luz para ver a los guardias sin necesidad de usar el visor nocturno. No se esperan el pandemónium que les va a caer encima en apenas dos minutos.

Hago un gesto con la mano para los operativos que están a mi espalda y me oculto detrás de la columna a medio excavar que estoy usando de parapeto. Mientras observo la víbora tallada, asumo la ironía que en el templo más antiguo de la humanidad se adorara a las serpientes, como en una parodia oscura del jardín del Edén.

La operación transcurre como estaba prevista, sin derramamiento de sangre. Los vigilantes turcos, superados cuatro a uno, entregan las armas con diligencia. Al amanecer estará todo preparado para nuestros invitados.

Ha costado tiempo, dinero y muchos favores organizarlo todo. Una vez puse a salvo a Judith, me tomé muchas molestias para no hacerme notar y evitar arrojar sospechas sobre nosotras. Después, el robo de los pies de una estatua recuperada de un pecio hundido volvió a ponerme tras la pista del culto de la Gorgona. Tuve que donar varias antigüedades de la casa de mi abuelo en Kavala para conseguir que el conservador del Museo de Arqueología de Bodrum me explicara lo sucedido en aquella expedición. Los contactos en los barrios bajos bizantinos del doctor Gezgin me hicieron saltar a la región de Baden, en Alemania, siguiendo a los operativos de seguridad a los que me enfrenté la noche en que la vida de Judith corrió peligro. Varios favores más me permitieron ir uniendo los caminos de la cabeza de mármol con el resto de piezas de la estatua milenaria. Finalmente, mi abnegada profesora y amante me mostró lo obvio: Göbekli Tepe.

Göbekli Tepe. El recientemente famoso santuario, lleno de tallas de animales y monstruos prehistóricos, construido por pastores y cazadores hace más de diez mil años y sepultado intencionadamente tras aparecer las primeras religiones en Mesopotamia. No podía ser casualidad que los mercenarios de la Cisterna de Yerebatan fueran de la misma nacionalidad que los arqueólogos del yacimiento.

Los primeros rayos de sol se reflejan en el convoy de coches y camiones que se acercan desde Urfa. Se detienen a poca distancia de la colina y se dividen en cuatro grupos, encabezados por sacerdotes encapuchados, ataviados como el de Yerebatan. Les siguen varios acólitos portando una caja de madera en unas literas. Si son las piezas de la estatua, deben haber tenido algunas de ellas escondidas desde hace décadas. Pero confirma tanto mis sospechas como el apremio que algunos de mis contactos me habían transmitido: el solsticio de verano, hoy, era la fecha elegida.

Comienzan a ascender la pequeña colina artificial a paso lento mientras nos alcanza el murmullo de la salmodia que van entonando. Compruebo que los mercenarios israelíes estén bien ocultos y hago un gesto a los que ocupan las posiciones de los vigilantes. No vamos a actuar hasta tener todos los huevos en la cesta.

Observo con interés los preparativos que realizan, una vez ubicados en la explanada central, la que ha recibido los mayores esfuerzos de restauración, con sus pilares de piedra en forma de T, de más de 6 metros de alto. Con sumo cuidado comienzan a abrir las cajas de madera. Veo aparecer las piernas robadas del naufragio; un desconocido y desnudo torso de mujer; unas alas de origen babilónico perdidas en la invasión de Irak; y, finalmente, la horrible cabeza de cabellos reptilianos que, desgraciadamente, conozco tan bien. Cuando acaban de encajar todas las piezas en una suerte de maligno gólem, los sacerdotes, que estaban en segunda fila, se adelantan, descubriendo sus cabezas. Él está ahí, confiado, como si no tuviera de qué temer. El responsable de que casi perdiera a Judith unos meses atrás dirige el ritual que están a punto de iniciar. A duras penas contengo las ganas de ordenar el asalto, pero quiero asegurarme de que el éxito sea completo y cuanto más absortos estén, más fácil será conseguirlo.

El olor a pólvora comienza a desvanecerse mientras los lamentos de los heridos son ahogados de forma inmisericorde por la eficiencia militar de los operativos israelíes. Estoy casi convencida que ellos también han notado los extraños temblores que provenían de las capas más profundas del yacimiento, pero su extrema profesionalidad les impedirá comentar nada de lo sucedido. Además, quizás sea yo la única que pueda darle una explicación, aunque no sea una muy racional.

Nada más comenzar los rezos, el suelo empezó a vibrar ligeramente: como si alguien estuviera usando un martillo neumático, pero desde debajo de la colina. Conforme los cánticos aumentaban en intensidad, así se reflejaba en el temblequeo de las piedras y de las columnas. Parecía como si algo intentara surgir de las entrañas de la tierra. No algo; alguien. La cabeza de la Gorgona que estaba en lo alto de la estatua estaba girada hacia mí, como si me mirara y una sonrisa empezara a insinuarse en la comisura de sus pétreos labios. Grité la orden y comencé a disparar mi escopeta automática Remington hacia la reunión de fieles, seguido del sonido característico de los AK-47 de los mercenarios que me acompañaban. Lo que fuera que avanzaba hacia la superficie se detuvo y al mirar de nuevo el horrendo rostro de Medusa comprobé que sólo era una reliquia antigua.

Esa misma reliquia que, convenientemente etiquetada como material de construcción, ahora me acompaña en mi viaje de vuelta a Grecia. Mi abuelo estaría orgulloso de la nueva pieza de la colección.

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