El duelo

El Cadillac descapotable arrancó un grito de espanto de Juliette al aparecer en el retrovisor, como una aparición entre las llamas que devoraban la maligna mansión del mafioso corso. La miró de refilón y apretó los dientes.

El coche seguía luciendo igual de bien que el día de su estreno, sesenta años atrás, gracias al mimo empleado desde que entró a trabajar, hacía un lustro, como chófer. El Cadillac Eldorado, igual que el Jaguar XJ-S que estaba usando para la huida con la atractiva cocinera, era uno más de los que utilizaba su jefe como forma de blanquear dinero sin llamar demasiado la atención y el único que había sido incapaz de sabotear.

Conocía de sobras el ambiente delictivo en que se metió al aceptar el trabajo. Era una forma de mantener un perfil bajo después de la pifia de su último encargo en Italia. Se suponía que sus compañeros eran profesionales, pero se les fue tanto la mano con la violencia, que no tuvo más remedio que borrar todas sus huellas y desaparecer. Habían salido hasta en las noticias. ¿Cómo iba a saber que los horrores innombrables que presenciaría en esa maldita mansión casi harían parecer inocentes las muertes del atraco al banco de Roma?

Juliette, ya recuperada del repentino sobresalto, estaba girada en el asiento, mirando, casi embelesada, como el incendio que ella misma había iniciado en las cocinas iluminaba la noche. Ella aún no era consciente del poder del antiguo y arcano mal del que estaban huyendo y pensaba que las llamas podrían destruir a esa criatura delirante; como si no fuera a estar siempre acechante en las sombras de sus pesadillas. Pero ahora lo importante era dar esquinazo al Cadillac antes de que se hiciera de día y se llenara la autopista hacia Marsella, donde los enemigos de su jefe le protegerían a cambio de información de los negocios de éste.

Intentó concentrarse en la conducción, pero le costaba apartar de su mente las atrocidades de las últimas horas. Aún podía oler el ponzoñoso hedor que surgía del antiguo pozo romano que se ocultaba en los cimientos de la mansión; oía los cánticos enfermizos de la amante del mafioso y el crepitar de las velas que mostraban la sangre seca; el malsano fulgor creciente de los símbolos ocultistas durante la invocación. Si sólo un par de semanas antes, cuando comenzó su romance con Juliette, pensaba que su vida era todo lo perfecta que alguien como él podía aspirar que fuera…

Sacudió la cabeza; el Cadillac estaba acelerando. No podía permitirse que cualquier despiste o contratiempo en la carretera lograra que sus perseguidores, y la lluvia de plomo que les precedería, les dieran alcance. Hundió el pedal a fondo; el rugido de los casi trescientos caballos del poderoso motor V12 pegó sus cuerpos a la piel de los asientos mientras el Jaguar salía catapultado por la sinuosa carretera que les acercaría a la libertad. Una carretera que se conocía de memoria, llena de secretos para los que sabían mirar más allá del volante.

Sentía que el coche era una extensión de su cuerpo, obedecía a su cerebro como si se hubiera fusionado con él. Su corazón latía al ritmo de las explosiones de la gasolina; notaba cada imperfección de la calzada como si fueran sus manos las que acariciaran el asfalto; cada crujido de las suspensiones como un tirón en sus músculos. El coche y él eran un mismo ser magnífico.

Un imponente felino cazó a un confiado ratón cuando el Jaguar salió de la oscuridad de una curva cerrada e iluminó el lateral del Cadillac, justo antes de empujarlo por el precipicio.


 

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