Capítulo 4

This entry is part 4 of 10 in the series Manos Enguantadas

“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”

Jamás imaginé, cuando disfrutaba en mi infancia de la lectura de los cómics de mi superhéroe favorito, que algún día entendería realmente el alcance y la profundidad de esa frase. Una frase tan abusada después de las películas de Sam Raimi que casi había perdido su sentido original.

Todo comenzó en un acto local previo a las elecciones municipales de mayo. El ayuntamiento intentaba vender la propuesta de convertir en peatonal una gran parte del centro y, para ello, organizó una cena en el Casino con los comerciantes y las asociaciones implicadas. Tanto yo como Montse estábamos invitados por tener los negocios en la zona afectada y, siendo mi carismática novia la presidenta de la Asociación de Comerciantes, acabamos asistiendo, a pesar de mis dudas iniciales. Después de nuestra reconciliación antes de Navidad, estaba intentando aprovechar todos los momentos que podía para disfrutar de su compañía, incluyendo abrirme a la interacción social.

Sin guantes.

La cena transcurrió plácidamente, la zona peatonal se iba a implantar sí o sí, como todos sabían. La premonición no me asaltó hasta que no salimos para irnos.

La tranquilidad y la alegría eran las emociones presentes en mi vida en aquel momento. Era feliz al lado de Montse y había decidido arriesgarme a experimentar la vida sin límites. Sin guantes. Potenciando aún más las prácticas de yoga para mantener la calma en todo momento. Volviendo a disfrutar de las texturas a plena luz del día, notando el frío o el calor directamente, sintiendo la caricia del aire en las manos. Volviendo a tocar a la gente sin miedo.

Me había abierto a Montse y le expliqué el don, el dolor que había sentido, las sensaciones intensas de la muerte de otras personas, el miedo a tocar otras personas. Darme cuenta de que las lágrimas que caían de sus ojos eran de comprensión, de cariño y de aceptación me liberó de un peso tan enorme y profundo que ni había sido consciente de que había estado allí, lastrándome.

En la cena estaba también Antonio Gutiérrez, empresario de éxito de la ciudad. Era el dueño de una fundición de acero, al lado de uno de los barrios que había crecido en los años anteriores, y consiguió una fortuna en una recalificación de terrenos cuanto menos cuestionable. Falangista confeso de extrema derecha y anti-catalanista, también era el hermano mayor de mi exnovia del instituto, Laura, y el principal causante de que me dejara al poco de empezar la universidad. Una separación que motivó que me fuera de vacaciones a la Ruta del Bakalao para desconectar con los amigos. Unas vacaciones que acabaron en un accidente de moto acuática y que me dieron el don.

No tenía intención de saludarle. Sabía que el principal motivo por el que instigó a que su hermana me dejara fueron mis escarceos con las formaciones independentistas juveniles, frontalmente opuestas a las ideas de Antonio.  Era entonces el candidato local a las elecciones por Plataforma per Catalunya, el partido xenófobo originario de Vic. Pero en el momento de salir se produjo un tumulto, ya que había un grupo de anti-sistemas manifestándose en las puertas del Casino y por azar acabamos zarandeados entre la multitud que intentaba salir. Tendí la mano, nervioso y preocupado, buscando la de Montse, pero no fue la de ella la que activó mi visión.

Es de noche. Se oyen gritos y consignas por todas partes. Antonio está corriendo, perseguido por varias decenas de antifascistas que le lanzan objetos y le acosan. Llega hasta su casa, cierra y sube corriendo al balcón que da a la calle para encararse con sus perseguidores, desde una posición más protegida. Cuando comienza a vociferar, saltar y aporrear la baranda del pequeño balcón, la pared se desgaja y parte del balcón se precipita al suelo, con Antonio enredado entre el metal, los trozos de vidrio y los cascotes. Siento el miedo del hombre al precipitarse al vacío y el dolor que producen los hierros al perforar carne y órganos. Al final noto el metálico sabor de la sangre en la boca antes de que todo se funda en negro.

Solté la mano casi al momento, sorprendido y asqueado. Antonio me miró durante el largo segundo que tardé en volver a ser empujado y acabar al lado de Montse. En aquel momento apareció la policía y los manifestantes se alejaron corriendo, por lo que pudimos salir. Seguramente mi cara mostraba confusión, porque Montse me miró con expresión preocupada, mientras volvíamos para casa. Sabía que no se lo podía ocultar. Tampoco quería hacerlo.

Estuvimos hablando toda la noche. Le expliqué la visión, el resultado del contacto accidental. Había prevista una reunión del partido de Antonio para la semana siguiente, para preparar la campaña electoral. No sabía qué hacer. Cuando usé el don para asustar al ladrón, el día del robo en la administración, fue de forma impulsiva y para salvar a Montse. Pero Antonio era una mala persona, no sólo porque fuera en parte responsable de mi desgracia. Machista irredento, las malas lenguas le acusaban de infidelidad, de maltratar a su mujer, de explotar a sus trabajadores, de corrupto. Pero también parecía un padre responsable: a sus dos hijos nunca les faltó de nada, recibían una buena educación y Antonio les acompañaba a los eventos deportivos.

Hacía años que sabía que este momento podía llegar. Desde el primer momento noté el paralelismo entre mis visiones y las del personaje interpretado por Christopher Walken en la película de La zona muerta, basada en la novela de Stephen King. Al poco de explicarle a Montse el don, le puse la película una noche, sin explicarle lo que iba a ver. Ella no dijo ni palabra en toda la proyección. Aquella noche mientras hacíamos el amor y le cogía las manos sentí que teníamos una conexión mucho más íntima y profunda.

Los dilemas éticos y morales del protagonista de la obra se hacían ahora mucho más evidentes, eran reales. ¿Me había sido dado el don con el fin de usarlo para salvar a la gente? ¿Debía emplearlo sólo con los que yo quería e ignorar el destino de los demás? ¿Quién era yo para decidir quien tenía derecho o no a la vida?

Montse lo resumió en una frase:

Tens aquest do per algun motiu. Però ets tu el que decideixes si el fas servir per deixar un mon més just pels nostres fills.

Por tanto, siguiendo la estela de buen vecino de la que siempre hacía gala el trepamuros, sí, un gran poder conlleva una gran responsabilidad. El poder para salvar la vida de Antonio Gutiérrez. La responsabilidad de escoger no hacerlo.

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