Capítulo 9

This entry is part 9 of 10 in the series Manos Enguantadas

Aquella misma semana comencé a entrenarme. Cada mediodía, mi padre llegó con la comida que nos había preparado mi madre para que pudiéramos aprovechar al máximo el tiempo disponible. Montse se quedaba en nuestra habitación mientras mi padre y yo comenzábamos a meditar en la buhardilla, que era el lugar más tranquilo de la casa. Resultaba algo extraño rebuscar en el subconsciente rodeados de mancuernas y máquinas de fitness, pero el gimnasio que equipé en esa zona ya había sido testigo de mi etapa de aislamiento voluntario.

La primera fase del entrenamiento que diseñó mi padre, basándose en los métodos que utilizaban en la Cofradía, consistía básicamente en meditar, explorar el subconsciente y los recuerdos de mis premoniciones. Debía empezar con las más recientes, que son de las que más detalles recordaría y podría analizar. Mi padre nunca acabó de entender que no eran visiones, que la sensación era como si efectivamente estuviera presente. Excepto en la última, en todas las demás experimentaba el dolor y las sensaciones de las personas en las que me “integraba”.

De hecho, esa última experiencia me estuvo dando mucho que pensar. La duda era hasta qué punto podía hacer caso a mis visiones, ahora que parecía que mis actos podían alterar la realidad futura. ¿Evité que Montse cayera en la hoguera al invitarla a cenar? ¿Y en el caso del atracador? ¿Cómo saber si mis acciones tuvieron algo que ver? En los casos en los que no hice nada se habían cumplido los funestos destinos, incluyendo el del hermano de Laura. Así que lo más lógico era pensar que, si yo actuaba, el resultado podía ser diferente a la premonición. Quizás esta vez era como una especie de advertencia para que me preparara. Pero ¿cómo actuar en ese caso? La línea de acción era difusa, podía hacer o no hacer tantas cosas…

Los “hombres malos” a los que se referiría mi hija Gisela podían ser los seguidores de la Vega u otras personas, pero tenía que estar preparado. Aunque siempre había sido un fiel defensor de la no violencia, la situación había dado un brusco giro. Tenía responsabilidades: Montse, mis padres, mis hijos no nacidos (pero que ya había visto y a los que no estaba dispuesto a renunciar). Así que decidí acercarme a la armería para enterarme de los pasos para conseguir un arma de fuego. También era el momento de dejar el gimnasio de la buhardilla y apuntarme a clases de algún tipo de arte marcial o de autodefensa. De todas formas, tenía que ser discreto, tampoco era cuestión de llamar la atención. Lo más difícil, por supuesto, convencer a Montse de tener un arma en la casa, aunque estuviera en la caja fuerte de la Administración.

Así pues, me pasé algunos días examinando esa visión, la de Gisela en su comunión, para intentar extraer toda la información que fuera posible. Recordar las palabras y el tono, las miradas, la ropa, la decoración de la habitación. Había sido una escena muy relajada y clara, no como las anteriores, en las que había ruido, movimiento, nervios. Y dolor, mucho dolor.

Aquella semana también fue intensa por otros motivos. El fin de semana era nuestro primer aniversario y nos íbamos de escapada romántica, pero antes estaba la fiesta de cumpleaños de Laura. Montse se ocupó de comprarle un detalle que llevar, por lo que tuve tiempo para el entrenamiento, las gestiones de mejora de nuestra protección y recoger el regalo de aniversario, que había encargado hacía más de un mes. La verdad es que fue un alivio. Nunca he sido demasiado bueno a la hora de escoger regalos y eso que aprendí a fijarme en las cosas que les gustan a las personas que aprecio. Viéndolo en perspectiva, también pudo ser la forma que Montse usó para marcarle el territorio a Laura, para que se diera cuenta de que no tenía sentido entrar a jugar porque ella ya había ganado.

La antigua casa familiar de los Gutiérrez estaba llena de gente. Las calles de alrededor no habían tenido tantos coches aparcados en años. Antonio, el hermano de Laura, se había hecho construir una casa más moderna y céntrica, más acorde a sus intereses políticos, aprovechando la recalificación de terrenos que le había hecho aún más rico y en la que vivía su viuda. Al volver Laura de Barcelona, había reacondicionado la casa, para ella y sus hijos. Yo no tenía un gran recuerdo de la propiedad, puesto que, de novio, sólo la había visitado un par de veces, aprovechando que se quedaba vacía por vacaciones. Pero había que reconocer el gusto innegable que tenía para la decoración y para epatar a los visitantes.

La cena era más elegante que informal, por lo que Montse me hizo ponerme el traje que me compró unos meses antes, ya que ahora que volvía a tener vida social debería vestirme como una persona. Irónicamente era el mismo que llevaba en la cena de mi encuentro con Antonio. Montse estaba impresionante, el embarazo apenas se insinuaba y se había puesto un vestido de noche del mismo verde que sus ojos, con los rizos negros destacando en la descubierta espalda. Entramos cogidos del brazo por el pequeño jardín delantero, donde Laura estaba recibiendo a los visitantes.

La anfitriona estaba espectacular, en todo su esplendor. Un vestido de fiesta, largo hasta los pies, entallado como un guante, de color rojo, hacía destacar todavía más la blancura de su piel y el dorado de su larga melena. Sus ojos azules brillaban intensamente mientras sonreía divertida y alegre. Cuando no saludó creí percibir durante un pequeño instante el cruce de miradas entre Montse y Laura, como si fueran dos sables láser midiéndose las distancias. Fue algo tan rápido que lo achaqué a mi desbordada imaginación. Aún seguía con la fantasía de que las dos estaban de alguna manera compitiendo por mí. Podía entender, y me encantaba, que Montse quisiera demostrarle que yo la había escogido a ella y que no se iba a dejar amilanar, pero la actitud de Laura me desconcertaba, sobre todo partiendo de la base de que nunca había entendido que vio en mí cuando éramos jóvenes. Yo siempre había sido una persona muy consciente de mis propias limitaciones y defectos y, sólo en los últimos tiempos, la constante influencia de Montse había estado ayudándome a aumentar mi autoestima.

Por lo demás, la fiesta transcurrió animada y entretenida. Debíamos ser unas cincuenta personas, muchas de ellas conocidos de juventud, repartidas entre el gran salón y el jardín trasero, lleno de mesas y sofás para la ocasión. Montse no se despegó de mí en casi ningún momento, interactuando con varios de los invitados, pero siempre abrazada a mí o cogida de mi mano. Laura vino en algunas ocasiones a charlar con nosotros y creí volver a percibir esa competencia entre las dos, como si estuvieran intentando demostrar a la otra que eran más guapas y simpáticas.

Llegó el momento de entregarle el regalo, que yo no había visto aún, unos preciosos pendientes de oro rosado con dos grandes cristales del mismo color que sus ojos. La frase con que Montse lo acompañó me hizo dudar de si su enfrentamiento sólo estaba en mis fantasías:

Espero que t’agradin. Segur que accentuen els teus ulls blaus. Els he triat jo, ja que ell té moltes virtuts, però en temes de moda no es defensa gaire. Per sort si que ha tingut molt bon ull en escollir dona.

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