Habían pasado ya tres meses desde el accidente de Antonio Gutiérrez que tanto había conmocionado a la población. No por las simpatías que pudiera despertar el empresario (y menos aún el partido al que estaba representando) si no por cómo había sucedido. Yo había evitado leer las noticias o comentarlo con alguno de mis clientes más cotillas. Sabía de primera mano cómo había sucedido.
Esa noche teníamos cena con los padres de Montse, que habían venido de visita unos días. Los conocía desde hacía años, por supuesto, de cuando vivían en el barrio. Pero ahora la situación había cambiado. Ya no era el nieto de la Dolors, la de la Administración; ahora era el novio de Montse.
Ella ya había cenado con mis padres en un par de ocasiones, en su casita de las afueras. No solía quedar demasiado a menudo con ellos, aunque hablaba cada semana con mi madre. Eran bastante mayores, ya que fui un niño tardío, sobre todo para la época. Mis padres fueron la envidia de parte de sus vecinos y durante años se dedicaron a viajar por todo el mundo, sin preocuparse del negocio familiar, que regentaba la iaia, la verdadera propietaria. Hasta que mi padre tuvo una crisis de identidad o algo similar y se separaron dos años, en los que él estuvo dedicado a la meditación y al estudio del alma, mientras ella se hacía cargo de su madre y de la administración. O eso habían dicho siempre. Después se reencontraron y decidieron vivir de manera más convencional, incluyendo ser padres.
Así que aquella tarde cerré muy puntual y me acerqué a la bodega del centro a comprar una botella de vino tinto, un Gran Reserva de Ribera de Duero del 2001, que ya se habían establecido como los vinos de referencia a nivel estatal. Además, siendo los “suegros” de Burgos, siempre sería un detalle a tener en cuenta. Montse llevaba unos días algo intranquila y despistada, nerviosa por la visita.
La Bodega, uno de los locales emblemáticos del centro, casi centenario, había sido reformada hacía poco tiempo, para adaptarse a las nuevas generaciones y alejarse de la ambientación más rústica anterior. Ahora era todo metal y cristal, con expositores de todo tipo y delicatesen para acompañar a las bebidas. Por suerte, continuaban conservando las cubas de vino que recordaba de cuando venía, aún adolescente, a recoger el vermut que mi padre se tomaba para comer.
Fue allí donde vi por primera vez al hombre del sombrero negro. Era un tipo de mediana edad con bigote. Llamaba la atención porque los sombreros no estaban de moda en aquella época. Apenas los usaban los abuelos cuando iban al campo a cultivar sus huertos de jubilados. Además lo acompañaba de un pañuelo anudado al cuello, como si fuera una bufanda, cuya utilidad descubriría años más tarde.
Pero no habría pasado de una anécdota que comentar en la cena si el hombre no me hubiera abordado mientras escogía el vino.
-Tú eres el hijo de Arnau, ¿verdad?- dijo desde detrás de mí con una voz muy profunda y pausada.
Me giré, sorprendido, y miré al hombre, ahora prestando atención a los detalles. En la cincuentena, llevaba la cabeza afeitada y tenía la piel tostada por el sol. La ropa era prácticamente nueva, aunque el sombrero de tipo fedora tenía las marcas de haber sido usado bastante tiempo y reparado, con una cinta negra nueva alrededor. Sus manos en todo momento en los bolsillos de la americana.
-Sí, mi padre se llama Arnau. ¿Nos conocemos?- pregunté amablemente.
-No, conocí a tu padre. Yo era muy joven y coincidimos cuando hizo su “retiro espiritual”. Tú no habías nacido aún. – Se quedó un momento callado.- Me recuerdas a él, aunque no en lo aparente. En ti se manifiesta más claramente.
-Perdone, pero no le entiendo.
-Ya. Da recuerdos a tu padre de parte de Oliver, de la Cofradía.- dijo mientras se alejaba hacia la puerta.
Me quedé mirándolo, pensativo. Mi padre nunca hablaba de aquellos años y no había oído nada parecido a la Cofradía. Cogí el vino y me dirigí hacia la caja mientras decidía si comentárselo o no en la próxima visita a mis padres. Aquella noche iba a ser para estar a gusto con Montse y sus padres.
Volví a casa rápidamente para ayudar con los preparativos. El hombre del sombrero negro desapareció de mis pensamientos y fue sustituido por lágrimas de alegría en cuanto Montse me dijo que íbamos a ser padres.