La primera quincena de junio de aquel año fue cualquier cosa menos anodina.
El embarazo de Montse fue una sorpresa para la familia y amigos, no exenta de polémica. Aún no hacía ni un año que éramos pareja, por lo que muchos plantearon si no era una decisión precipitada y demasiado prematura. De hecho, no era algo planificado, pero sí un tema que habíamos hablado. Nunca me había hecho ilusiones sobre la paternidad; el don me hizo apartarme de la gente y había dado por hecho que no tendría hijos. Mis padres desistieron de animarme a que me relacionara con la gente al poco tiempo del accidente, pensando que este, junto con la reciente separación de Laura, eran los motivos de mi reclusión. No tardaron mucho en mudarse a la casa en las afueras, por lo que no tuve que aguantar demasiada presión. Pero apareció Montse y ese día de Sant Joan cambió todo. Ella quería ser madre y su felicidad era la cosa más importante del mundo. Después de la reconciliación, en Navidad, hablamos sinceramente de lo que queríamos en nuestra vida en común y decidimos mantener relaciones sexuales sin anticonceptivos, siendo conscientes del posible resultado.
El resultado fue el que vimos ese mismo mes de junio en la primera ecografía, a las doce semanas. Decir que no estaba nervioso sería mentir. Algo en mi interior me decía que no podía ser feliz y que el don haría que el bebé tuviera cuernos o rabo de demonio. Pero la imagen era clara y la ginecóloga, una mujer mayor muy agradable y cariñosa, dijo que todo estaba bien. Era una niña. Gisela. Un nombre que a los dos nos gustaba, ya que yo no era partidario de las sagas nominales familiares.
La ginecóloga del Hospital General era la que visitaba a Montse desde que era adolescente y se iba a ocupar de todo el seguimiento hasta después del parto. Los dos teníamos seguro médico privado, aunque en diferentes compañías, desde hacía muchos años. Las coberturas que prestaba la seguridad social para autónomos y empresarios no era la mejor y la atención sanitaria siempre nos había parecido más adecuada en el ámbito privado. De hecho, el Hospital General, el más cercano, lo era y, al estar asociado con muchas aseguradoras, también era un destino habitual para muchas embarazadas.
Montse llevaba de momento un muy buen embarazo. Se encontraba perfectamente de salud y estaba preciosa. No es sólo que me lo pareciera a mí, que en eso ya había perdido totalmente el criterio. Era una opinión generalizada. Hay mujeres que cuando están embarazadas irradian una sensualidad y una belleza asombrosas. Y era el caso de Montse. Por las tardes mientras paseábamos por el centro, al cerrar las tiendas, aprovechando que se acercaba el solsticio de verano y los días eran más largos, la gente del barrio se acercaba a saludarnos y a felicitarnos. Principalmente a ella, claro, que además de estar preciosa era amable y cariñosa con todo el mundo. Más de uno se debía preguntar cómo habíamos acabado juntos: el rarito de los guantes y ese encanto de mujer.
Al ser los dos hijos únicos, solteros y casi solterones, ninguno de los futuros abuelos había tenido demasiadas esperanzas de tener nietos a los que malcriar, por lo que estaban encantados con la situación. Aún más cuando admitimos que la idea era, al menos, tener una parejita. Mi madre, que empezaba a tener problemas de salud, había recuperado la ilusión de vivir y estaba súper entretenida ayudando a Montse a preparar el ajuar para la esperada nieta. Los padres de Montse, bastante más jóvenes, empezaron a valorar volverse de Burgos, hasta que su hija les dijo que ni hablar. Se habían vuelto al pueblo para cuidar de su abuelo, muy mayor, y no le iban a traer hasta aquí. El AVE Madrid-Barcelona estaría operativo en breve y ya no sería necesaria la paliza en coche o autobús. Si no, podían perder el miedo a los aviones para ver a su nieta. También fue ella la que zanjó el tema de la boda. De momento no habría. La legislación catalana estaba mucho más avanzada que la del resto de España en los procesos de adecuar la realidad de las parejas de hecho y ella no necesitaba un papel que le dijera que me amaba.
Ese mismo mes recibí una visita inesperada. Laura, mi exnovia de juventud, la hermana del finado Antonio, apareció una mañana por sorpresa en la Administración. Estaba espléndida, como si por ella no hubieran pasado más de quince años y dos embarazos. Seguía vistiendo elegante y sexy, luciendo su fantástica figura, su larga melena casi rubia y sus impresionantes ojos azules, aunque pude percibir una sombra de dolor en ellos.
El entierro de su hermano había sido hacía más de tres meses. Yo, por supuesto no acudí. Mi relación con Antonio era notoriamente mala, por lo que nadie me echaría de menos. Aunque tampoco es que me sintiera culpable. Había decidido no hacer nada para informar de la premonición a Antonio, pero estaba seguro que, de haberlo hecho, sólo habría recibido desprecio y algún comentario hiriente.
Hacía más de diez años que Laura se había casado y se había ido a vivir a Barcelona. Su marido era un abogado de renombre, socio de su hermano y mayor que ella, que la había colmado de regalos y atenciones hasta conquistarla. Pero al parecer él no tenía demasiado interés en las aspiraciones que ella pudiera tener, así que, al poco de nacer su segundo hijo, tuvieron un sonado divorcio del que ella se llevó la mejor parte.
Laura estaba muy simpática y habladora. Había decidido salir de Barcelona y ocuparse de los negocios de su hermano, intentando llevarlos de una manera más humana y menos despótica. Su cuñada era una negada para los números y como parte del divorcio ella se había quedado la parte de la empresa que poseía su exmarido.
Se alegró de que hubiera rehecho mi vida y que fuera a disfrutar de la experiencia de la paternidad. Ella nunca había coincidido con Montse, ya que sus padres tenían una gran casa en las afueras y no les gustaba venir al centro. Además, la fabulosa Laura nunca se habría fijado en una inteligente chica tímida de pelo rizado que prefería estar alejada de la gente de moda. Pero ahora, de golpe, quería conocerla, a Montse, y saberlo todo de su vida. Como si no hubieran pasado tantos años de alejamiento. Como si nunca me hubiera destrozado el corazón.
Le di las excusas que se me ocurrieron, pero no fui demasiado convincente, porque dos días después volvía a tenerla en la administración. De joven algunos amigos me decían que algunas mujeres sólo mostraban interés por los hombres cuando estos tenían pareja, como si de golpe se hubieran dado cuenta que si una chica se había prendado de ese hombre es que tenía algo que ella no había apreciado. Yo nunca había hecho demasiado caso a ese tipo de comentarios y sabía que Laura no era tan superficial. Podía ser encantadora y pasional y a la vez fría y manipuladora.
Le había comentado a Montse la primera visita de Laura, ya que entre nosotros había sinceridad total. Montse sí que sabía quién era ella, la chica popular del instituto, un par de años mayor, que volvía locos a los chicos y por la que sus amigas se dejarían cortar el pelo al cero con tal de integrarse en su grupito de confianza. Mi novia del instituto, a la que envidiaba por eso. La mujer que me dejó y a la que hizo responsable de mi reclusión y el abandono de las relaciones sociales. Hasta que supo del don y los motivos verdaderos. Pero Montse no era rencorosa y conocía a las mujeres mejor que yo, por lo que me dijo que cuando volviera a invitarnos para conocerla, que aceptara sin problemas. Seguramente prefería tenerla controlada, más sabiendo de quien era hermana. La frase de El Padrino, mantener cerca a los amigos, pero aún más cerca a los enemigos.
Laura volvió a insistir, además con una oferta a la que quedaba feo rechazar. En un par de semanas cumplía treinta y cinco años e iba a organizar una fiesta para celebrarlo, así como su vuelta a la ciudad. Iba a reunir a mucha gente de sus antiguas amistades y quería que yo estuviera. Acompañado de Montse, claro. Sabía que no iba a poder escaparme de ese compromiso sin ser descortés. Por otra parte me estaba empezando a dar una especie de morbo al pensar en un enfrentamiento de Montse y Laura por mí. Aunque esa lucha sólo se estuviera produciendo en mi imaginación.
Así que al final cedí. Tres días antes de nuestro aniversario sería la cena de cumpleaños de Laura. Ese fin de semana nos íbamos a ir a un hotel romántico para celebrar el primer año juntos; una sorpresa para Montse, que no se lo esperaba. Cava, rosas, una serenata y los dos solos durante la verbena de Sant Joan. Dentro de poco, tener tiempo para disfrutar de nuestra compañía iba a ser todo un lujo.
Además, a mediados de mes, un día que subí a casa de mis padres, a llevar algunos trastos para liberar la futura habitación de Gisela, escuché a mi padre en el jardín discutiendo acaloradamente con un hombre. Mi padre era de naturaleza muy tranquila, quizás debido a la meditación que hacía a diario o al retiro espiritual que había hecho antes de que yo naciera, por lo que casi nunca le había visto enfadado. Según mi madre, poseía la extraña habilidad de darse cuenta si la gente le mentía. Al menos a mí siempre me había pillado cuando no era sincero.
-No quiero que te acerques a mi familia- oí a mi padre, alterado- No quiero volverte a ver por aquí. Me costó escaparme de la antigua secta y no voy a permitir que os salgáis con la vuestra. Recuerda que sé cuándo me mentís.
-No te estoy mintiendo- dijo uno voz pausada que me resultaba familiar.- Igual no lo sabes o no lo has querido saber, pero en él la potencia es muy intensa cuando se manifiesta. No es algo que esté permanentemente activo y eso ha hecho que no le hayan descubierto todavía. Si yo lo he detectado, ellos lo harán, tarde o temprano. Y no todos tendrán un interés prosaico como nosotros.
-Sal de aquí. No te lo quiero volver a decir.
Al abrirse la puerta de la valla exterior descubrí por qué me sonaba la voz: era el hombre del sombrero negro, el que me había encontrado comprando vino. El tal Oliver, de la Cofradía. Me había olvidado completamente de él con las emociones de las últimas semanas.
El hombre me miró un momento y me dijo una frase que recordaría intensamente:
-Tu padre te debe una explicación. Por tu bien espero que se la pidas.
Se subió a un coche de alquiler que había al otro lado de la acera y arrancó con rapidez.
Me giré para entrar por la puerta pero mi padre estaba allí mirándome:
–Quanta estona portes aquí?– preguntó muy serio.
–No gaire. Només he escoltat les últimes frases. Però a aquest Oliver ja me l’he trobat abans.
-Ara no és el moment, la teva mare està a punt d’arribar de casa de la veïna. Suposo que sí que tenim una conversa pendent.