Al día siguiente, domingo, mientras comíamos con mis padres, les explicamos a mi madre y a Montse los dones que teníamos. Cada una de ellas conocía el de su pareja pero ahora ya tenían la visión completa.
Acababa de explicar mis visiones sentados en el sofá tomando un café y mi madre cogió mi mano desnuda entre las suyas. Llevaba desde el momento en que comenzaron las explicaciones mirándome con una cara que me costaba entender, entre apenada y aliviada. Yo estaba tranquilo por lo que tampoco me sorprendió no recibir ninguna visión. En ese momento Montse cogió mi otra mano y lo que sucedió a continuación me dejó casi sin respiración.
Es un soleado día primaveral. En una habitación infantil, su madre y Montse están arreglando el vestido de comunión de una niña morena de ojos verdes. Su madre está muy mayor, bastante encorvada pero alegre. Montse tiene el largo pelo rizado de color gris, combinando sus canas con un baño de color. Sabe que la niña es Gisela, su hija, y no sólo por su enorme parecido con Montse. Están diciendo a la niña que tiene que estar contenta, que es un gran día y que tiene suerte de que está bien toda la familia. Aprecia una mirada de alivio entre las dos mujeres, como si se hubieran liberado recientemente de una gran tensión. Entra su padre, muy avejentado, con un niño de dos años en brazos. Gisela pregunta de forma inocente si ahora que papá ha vuelto a casa los hombres malos ya no volverán a molestarles. Montse abraza a la niña y entre lágrimas le dice que ahora estará todo bien.
Solté las manos de Montse y mi madre como si me hubieran dado una descarga eléctrica. Ante la mirada de extrañeza que me dedicaron los tres les expliqué la premonición. Era la primera vez que recibía una visión que no acababa de forma trágica. Además, había podido obtener mucha más información, recordaba las conversaciones con precisión. No estaba nervioso o alterado cuando me cogieron las manos como en las otras ocasiones. No podía ser por el embarazo de Montse, ya que íbamos siempre cogidos de la mano. Volví a coger la mano de mi madre y la de Montse, pero no ocurrió nada. El momento había pasado.
Al final, la conclusión pareció evidente. Debía empezar a entrenar con mi padre. De inmediato. Quizás con la práctica las visiones se harían más precisas o abarcarían otros ámbitos, no solo las desgracias. Y saber quiénes eran esos “hombre malos” a los que se refería la niña tenía que ser una prioridad absoluta.