Fue la víspera de Sant Joan de 2006 cuando decidí que no iba a permitir que su destino la alcanzara.
Mi vida había sido muy tranquila, casi idílica, hasta el día del accidente. Mi familia era la propietaria de la administración de lotería del centro de esta pequeña ciudad vallesana y nunca me faltó de nada. Decían que era un chico inteligente, simpático, razonablemente atractivo. Mis resultados académicos eran buenos y saber que tenía el respaldo familiar, tanto en lo económico como en mi aspiración de dedicarme a la arquitectura, me proporcionaba mucha calma para afrontar el futuro.
Pero aquel lejano día de verano, todo cambió.
Eran unas vacaciones normales de jóvenes pudientes de principios de los 90, en la época de la Ruta del Bakalao. El descontrol como norma habitual. Noches de fiesta, prostitutas, alcohol y drogas por doquier. Días de playa y deportes de riesgo. Hasta que dos motos de agua chocaron frontalmente mientras hacían locuras y me quedé bajo el agua, inconsciente. Sólo fueron unos minutos y los voluntarios de la Cruz Roja consiguieron reanimarme en la misma orilla. Me llevaron al hospital y todas las pruebas salieron correctas, aunque a partir de entonces empezaron las visiones.
Y mi vida no volvió a ser igual.
Por suerte no me pasaba cada vez que tocaba a alguien, como descubrí con el tiempo. Mi mano debía estar en contacto con la mano de la otra persona y tenía que ser en un momento en que estuviera nervioso o alterado. Además esas premoniciones sólo mostraban escenas horribles en las que la otra persona moría de manera brusca. Nunca una muerte apacible o por causas naturales. Sólo accidentes o crímenes.
La primera vez fue Jordi, mi mejor amigo, en un día que salimos de fiesta, poco después del accidente. Estuvimos a punto de meternos en una pelea, como tantas otras veces, y, al sujetar a Jordi para retenerlo, recibí la primera visión.
Jordi está haciendo curvas en la Rabassada en su Peugeot 205 GTI. Sale de la curva del mirador muy abierto, ocupando parte del otro carril, por donde viene un camión de reparto. Intenta corregir la trazada, sólo para conseguir que el coche se cruce justo antes de que el camión le impacte directamente en la puerta del conductor. Noto el pánico justo antes del impacto, huelo la gasolina derramada, siento la angustia de Jordi mientras la vida se le escapa entre el amasijo de acero en que se ha convertido el coche.
Transcurrió bastante tiempo y fui olvidándome de aquella funesta visión. Pasaba más tiempo en casa y menos con los amigos, pero unos meses después me llamaron por teléfono para decirme que Jordi había tenido un accidente en la Rabassada, justo como había presentido al tocarle aquel día. Mientras asistía a su entierro, no pude dejar de pensar si podía haber hecho algo para evitarlo.
Y por desgracia no fue la única vez que pensé en ello, porque las visiones se fueron repitiendo con el paso de los meses. Cada vez era distinta a la anterior; a veces pasaban días, semanas sin que ocurriera nada. Unas veces era más vívido y otras pasaba como un suspiro.
Pero el resultado final siempre era el mismo.
Esa fue la razón de mi renuncia definitiva a estudios y amigos. Me refugié en casa, en el ejercicio físico y en la meditación, para evitar alterarme en la medida de lo posible. No era sólo la sensación de impotencia de saber qué iba a ocurrir. A pesar de que pensaba en esos sucesos como visiones, experimentaba esas sensaciones, la agonía de cada una de las muertes. Y era algo que me llevaba hasta el límite de mis fuerzas.
El negocio familiar me permitía seguir teniendo algo de trato con la gente, separado por un cristal antirrobo. Decidí usar guantes a diario, con la excusa de que el dinero lo tocaba mucha gente, y me acostumbré a llevarlos desde la mañana a la noche. Era un alivio cuando podía quitármelos, en la intimidad del hogar, y experimentar las sensaciones táctiles que debía evitar durante casi todo el día. O cuando me arriesgaba a salir de madrugada, con las manos desnudas, tocando las paredes, los bancos o las farolas por las calles vacías. Echaba de menos el contacto humano, pero fui acostumbrándome. Los guantes, de diferentes colores y tejidos, unidos a mi aparente calma e imperturbabilidad me granjearon fama de hipocondriaco y snob. Algo que no me molestaba, pues evitaba que la gente se metiera demasiado en mi vida.
Pero aquel caluroso día de junio acababa de abrir la administración y estaba repasando unos papeles mientras esperaba a los clientes más madrugadores, cuando entró Montse. La atendí solícito como siempre, nervioso como era habitual cuando la veía. Era casi la única persona que conseguía sacarme de mi aparente apatía, con esa sonrisa que iluminaba el día. Al entregarle el décimo de lotería ella me rozó la mano, quizás intencionadamente, ya que no la llevaba enguantada. Y tuve otra visión, de nuevo horrible. Lo que llevaba años evitando experimentar.
Y no estaba dispuesto a perderla. A ella, no.
Conocía a Montse desde hacía casi veinte años, era clienta habitual y vecina del barrio. Un par de años más joven, su familia se mudó desde Barcelona en la primera oleada que salió hacia el Vallès, cuando yo estaba en el instituto y por eso, al principio, no le hice mucho caso a aquella chica delgada de pelos rizados y mirada profunda.
Después tuvimos algo más de trato, cuando se fue volviendo una atractiva morena, aunque algo retraída. Hasta que recibí el don. El maldito don. Y me refugié en una soledad autoimpuesta.
Pasaron los años y nos fuimos haciendo amigos, casi confidentes. Yo asistiendo al desfile de sus malas elecciones en materia de hombres. Ella insistiéndome en que debía relacionarme con la gente; la excusa de mis padres ancianos no funcionaba demasiado contra su insistencia.
Montse era la dueña de una tienda de ropa en la misma calle, en la casa que había sido de sus padres hasta que se volvieron al pueblo. Ella era la presidenta de la Asociación de Comerciantes del Centro y coincidíamos a menudo en las tareas cotidianas del barrio, como hacer la compra. De vez en cuando comíamos juntos en el restaurante familiar de la esquina y habíamos compartido algún café merendando. Pero nunca me había atrevido a confesarle lo que sentía por ella. Unos sentimientos existentes desde hacía muchos años, reprimidos porque me aterraba la idea de que el ansiado momento de tocarla me provocara la aciaga visión de ese temido instante fatídico.
Es de noche y noto el calor de una gran hoguera cercana y los ruidos de una celebración callejera. Montse está riendo con unas amigas y se produce un tumulto. Unos borrachos al lado de ella empiezan a pelearse y uno de ellos es empujado contra Montse, que cae en la hoguera. Siento el dolor en todo el cuerpo, el terrible olor a carne y pelo chamuscado, el calor incapacitante.
–Montse, què fas aquesta nit? De revetlla? – me atreví a preguntarle, cuando recuperé el aliento.
–Segurament, les amigues han quedat per prendre unes copes i anar a la festa del poble.
–Vaja, pensava si t’agradaria sopar amb mi aquesta nit– dije mientras sentía como las mejillas me ardían, pero sin apartar la vista de sus verdes ojos.
–I tant!
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Nunca había estado tan nervioso como en el momento en que la cogí de la mano, sin guantes, mientras salíamos aquella noche del restaurante para ir su casa.
Ni tan feliz al sentir, únicamente, el calor de su mano en la mía